Blog de Juan-Luis Alegret

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10 dic 2015

Enseñar

Enseñar Érase una vez un panadero. No cesaba de ensayar harinas para hacer panes cada vez mejores. Diariamente, horneaba miles de hogazas. Entre tanto, estudiosos varios que jamás habían hecho un triste panecillo, escribían sobre el tema. Un día le pidieron que diera la ponencia inaugural en un congreso sobre panificación. "No puedo", les dijo, "ando ocupado haciendo el pan que os comeréis los congresistas". Quien sabe hacer las cosas, las hace; quien no sabe hacerlas, las explica; y quien no sabe ni explicarlas, las enseña. Es un chiste malicioso que cuentan los estudiantes, injusto con tanto profesor competente como hay. Pero descriptivo de la mediocridad real que, a lo largo de la historia, se adueñó de cátedras, tribunales y academias. ¿Quién enseña qué, hoy en día? ¿Qué sabrían de astronomía los oscuros inquisidores que condenaron a Galileo? En la Barcelona de hace un siglo, el cardenal Casañas, poseedor de sólidos desconocimientos en biología, hizo apartar de la universidad al catedrático evolucionista Odón de Buen a fin de preservar su propia ignorancia. ¿Cómo puede ejercerse el magisterio desde la ignorancia? Fácil: con aplomo. El aplomo con que los analistas financieros comentaban un mundo que no entendían antes de que se hundiera en sus narices. ¿Por qué deberíamos confiar en gente que se equivoca tanto, sean obispos, banqueros o catedráticos? Los panaderos de a pie empezamos a cansarnos de tanto yerro exegético de salón. Los postulados sostenibilistas vienen dando en el clavo; los desarrollistas, no. Aprender Quien siempre enseña nunca aprende. Aprender es una actitud. Una actitud ligada a la experimentación, además. Esa es la grandeza del método científico. Todo es revisable, cualquier certidumbre provisional debe ser recomprobada. Aprende el buen panadero que mejora la mezcla ya excelente que ensayó el día anterior. No aprende el académico que refríe especulaciones. Y si paras de aprender, comienzas a ignorar. Aprender cuesta. Para empezar, es un acto de humildad. En segundo lugar, requiere esfuerzo. Esfuerzo, sobre todo, para subvertir los propios convencimientos. Por internet circula un video muy divertido en el que un monje medieval, experto en copiar rollos de pergamino, se enfrenta con un libro encuadernado. Se comporta como un aprendiz de informática ante un nuevo programa que desconoce. Esa es la gracia del gag: el monje no sabe abrir el libro, no sabe cerrarlo, no sabe pasar página... Aprender conlleva desaprender tics y malos hábitos, o buenos hábitos obsoletos. Recibo un e-mail con publicidad anglosajona pasada por un traductor automático: "Ahora usted no tiene la posibilidad de elegir entre su esposa y su satisfaccion bolsillo! Usted puede hacer cualquier reloj para ella, con su gusto y su presupuesto. Es sin duda gracias por su eleccion. Siempre estan listos para un muy importante". Aprender una lengua no es confiarse a un deficiente programa informático. El aprendizaje de las lenguas y de la panificación son "una larga experimentación", que decía Goethe. Una larga, laboriosa y humilde experimentación. El de la sostenibilidad, también. Lo digo porque es una de las cosas más importantes que ahora debemos hacer, en especial quienes ya lo saben todo sobre cuanto no hay que seguir haciendo. Si queremos salir adelante, claro. EL PERIÓDICO DE CATALUNYA, 1/3/2009 RAMON FOLCH

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