Blog de Juan-Luis Alegret

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6 jul 2020

Los mitos de origen nacionales

Según Luis Goitisolo, las mitomanías de un país afectan a su historia y cumplen una función principal que es la que les da esa dimensión trascendente: sirven y se utilizan para diferenciar a unos países de otros. En la península, los mitos nacionales suelen corresponder a los de la tradición castellanoleonesa. Las espectaculares victorias militares conseguidas gracias a la intervención directa de la Virgen de Covadonga o de Santiago (300.000 moros abatidos). Por otra parte, del mismo modo que se transforman en mitos determinados hechos del pasado, otros hechos pueden ser negados, silenciados o simplemente dejados de lado con la misma finalidad. En este sentido es llamativo el desinterés que en los mitos nacionales se produce por todo todo aquello que hace referencia a la presencia de los fenicios, que como sabemos, no se limita tan solo a unos pocos puntos de la costa. Como también el desinterés en esos mismos mitos por huellas de la presencia romana, como si Hispania no fuera España en el mito de origen nacional. Sin embargo, allí donde este tipo de planteamientos y modificaciones del pasado adquiere una especial relevancia es en aquellas comunidades autónomas históricamente más diferenciades como Cataluña, País Vasco y Galicia donde sus mitos y creencias hacen referencia tanto a sus respectivos orígenes como a diversos avatares producidos en el transcurso del tiempo. De las tres comunidades la menos problemática es Galicia, ya que su componente celta, a la que se remiten la mayor parte de sus peculiaridades y tradiciones, es indiscutible. En este sentido carece de importancia el que sus antepasados llegaran del norte o, por el contrario, que a partir de Galicia se extendieran hacia el noroeste de Francia y las Islas Británicas. La inventiva más ambiciosa es sin duda la que se refiere a los orígenes del pueblo vasco. 

De acuerdo con la tradición, su ascendencia se remonta nada menos que a Túbal, nieto de Noé, por lo que su idioma sería anterior al caos lingüístico producido por la frustrada construcción de la Torre de Babel. Desde un punto de vista más propiamente histórico, está por ver —como en el caso de Galicia— si los vascos llegaron a la península desde el sur, vía el Rif, lo que les convertiría en íberos de lo más genuino en la medida en que serían los únicos en haber conservado el idioma original —teoría ampliamente considerada— o, por el contrario, procedían del norte, de la actual región de Aquitania, para extenderse desde allí a lo largo de los Pirineos y el golfo de Vizcaya, sin que en la vertiente norte mantuvieran su presencia más allá del País Vasco francés. Por lo que hace referencia a Cataluña, sus singularidades nos remiten a tiempos relativamente próximos. No se pone en entredicho, por ejemplo, el sustrato ibérico, avalado por numerosos yacimientos arqueológicos. Eso sí: la presencia fenicia no sólo suele desdeñarse, como en el resto de España, sino que con frecuencia pura y simplemente se rechaza. Así, el expresident Pujol afirmó en una ocasión: “en Cataluña, los griegos; los fenicios, más al sur”. 

Pero, al igual que en Andalucía, tampoco en Cataluña es debidamente apreciado su pasado romano. Presente de forma esplendorosa en Tarragona, no se le ha dado aún el merecido realce al dejar pendiente de restauración una buena parte de sus construcciones, cuyo interés supera con mucho al de las existentes en Barcelona. Tampoco parece despertar interés la importancia que tuvo, no ya Tarraco, sino la Tarraconense, provincia que lindaba con la Bética y la Lusitania, abarcando así prácticamente la mitad norte de la península. Un caso muy similar a lo que ocurre con el Imperio Visigótico, cuya primera capital, antes de trasladarla a Toledo, fue Barcelona. Por lo que se refiere a los pueblos germánicos, todo el interés se lo lleva el Imperio Carolingio, en la medida en que, a diferencia del Visigodo, su presencia tiene un carácter diferenciador respecto al resto de España puesto que con él dió comienzo la reconquista de un territorio que, a grandes rasgos, se corresponde con la actual Cataluña: la Marca Hispánica. Si algo hay de problemático desde este punto de vista es, precisamente, la palabra “Hispánica”. Por otra parte, según Juan Goytisolo por lo que se refiere a los mitos fundadores de la nación española (El País, 14-9-1996) sabemos, ya desde el siglo XVIII, y gracias a la Ilustración y al empeño posterior de los historiadores críticos, que todas las historias nacionales y credos patrióticos se fundan en mitos: magnificar lo pasado, establecer continuidades «a prueba de milenios», forjarse genealogías fantásticas que se remontan a Roma, a Grecia o a la Biblia, obedece a una ley natural de orgullo y autoestima. No existe ningún problema con los mitos y su fecunda prolongación artística y poética, siempre y cuando no olvidemos su carácter ficticio e inventado, su elaboración gradual e índole proteica, ya que todos estos mitos, manejados sin escrúpulo como un arma ofensiva para proscribir la razón y falsificar la historia, pueden favorecer y cohesionar la afirmación de «hechos diferenciales» insalvables, identidades «de calidad» agresivas y, a la postre, glorificaciones irracionales de lo propio y denigraciones sistemáticas de lo ajeno, o como decía Juan Aparicio, director general de prensa durante los años más duros del franquismo: «El impulso revolucionario de los mitos dispara a las multitudes hacia querencias de un potencial terrible. 

El mito, como idea platónica, pertenece al dominio de Dios, quien lo ha cedido para su uso y devoción por los naturales de un país. El mito es, por lo tanto, de «esencia nacional». El recurso a los mitos fundacionales (Covadonga, Santiago, la Reconquista) por la Falange e intelectuales adictos al Glorioso Movimiento sirvió de base a la «Cruzada de salvación» de Franco y a los horrores de la guerra civil y de su inmediata posguerra. «Covadonga es la esencia de España, el lugar en donde Don Pelayo derrotó al Islam, el altar mayor y una de las primeras piedras de la Europa cristiana» (Juan Pablo II en su visita a Covadonga). Las referencias mesiánicas de Le Pen a Clovis, Poitiers y a Carlos Martel —cuyo potencial explosivo es amortiguado, por fortuna, por dos siglos de tradición laica y republicana. Lo mismo con las burdas manipulaciones de la historia serbia y también croata, que condujeron en fecha reciente a la infame «purificación étnica» y al genocidio de 200.000 musulmanes. Ahora, este impulso mítico dispara a las multitudes rusas víctimas del desplome de la URSS a la busca de «esencias puras» y de su «alma vendida», esto es, con fórmulas acuñadas por la Falange y el Fascio. El cotejo de los textos escritos por los bardos e ideólogos de Mussolini y José Antonio Primo de Rivera con los de los inspiradores de Le Pen, Milosevic, Karadzic o Zhirinovsky; y el nacional-catolicismo español de la primera mitad de siglo, o el discurso actual de Vox, junto al de las Iglesias ortodoxas rusa, serbia o griega, resulta tan concluyente como sobrecogedor. Como dice el ensayista serbio Iván Colovic, refiriéndose al discurso oficial del nacionalismo étnico, el escenario iconográfico político «evoca y recrea un conjunto de personajes, sucesos y lugares míticos con miras a crear un espacio-tiempo igualmente mítico, en el que los ascendientes y los contemporáneos, los muertos y los vivos, dirigidos por los jefes y héroes, participen en un acontecimiento primordial y fundador: la muerte y resurrección de la patria». 

El mito de Carlos Martel (martillo) y la batalla de Poitiers 
Si bien Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764) prevenía a sus lectores contra la índole novelesca de la proeza del héroe franco, salvador, según las crónicas antiguas y aun modernas, de la civilización cristiana, el mito aguantó un largo asedio de críticos y eruditos antes de derrumbarse. Desde Paulo Diácono, para quien 375.000 sarracenos perecieron en la batalla, hasta la rimada Crónica latina anónima del año 854, pasando por los relatos de Teófilo y los monjes de Moissac, este acontecimiento trascendental se engalana de ostentosas inverosimilitudes y levita en un ámbito manifiestamente novelesco. La presencia del ejército árabe en el lugar es a todas luces tan fantasiosa como la extravagante identidad de Mahoma, atribuida a un tal Mahou, cardenal franco aspirante al Papado que movido por el despecho de su fracaso, habría ido a predicar su nueva y nefanda doctrina a los nómadas salvajes de Arabia. La crítica posterior de Henri Pirenne, Lucien Musset y el análisis mitoclasta de Edward Said en Orientalismo (Madrid, 1990) desmontan el todo el andamiaje. ¿Cómo podía haber llegado la veloz caballería árabe, como quien dice de un tirón, a Poitiers el año 732, sin la intendencia y abasto indispensables a la travesía de mares, desiertos y montañas, en medio de pueblos aguerridos y hostiles? ¿No se contradice tan mirífica hazaña con la precisión del monje del Monte Cassino que, en la segunda mitad del siglo VIII relata la llegada de presuntos sarracenos «con sus mujeres e hijos» a Aquitania, para instalarse en ella? Los jinetes célebres como el rayo, ¿llevaban consigo a su prole? Como veremos más adelante, las páginas en blanco de la historia, en razón de la falta de documentos fidedignos sobre lo acaecido en el siglo VIII, permiten a los fabricantes interesados de mitos ornar el pasado de su nación de la religión verdadera con báculos, oropeles y mitras que —una vez cristalizada la leyenda y ratificada por los historiadores «patriotas»— resultan difíciles de desacralizar. No hubo batalla en Poitiers —a lo sumo escaramuzas en tierras vecinas— ni árabe alguno intervino en ella. El Islam llegó a la provincia Narbonense un siglo más tarde y no con su invicta caballería, sino por el «contagio» de la predicación y afinidades a las doctrinas «heréticas» profesadas de antiguo por quienes luego hablarían la langue d'oc. 

El mito de Santiago Apóstol (matamoros)
La leyenda compostelana de Santiago Apóstol y su prolongación en Nuevo Mundo —¿cuántas ciudades y lugares denominados Santiago o simplemente Matamoros existen desde la frontera norte de México hasta la cordillera andina? — constituye un magnífico ejemplo del «impulso revolucionario» del mito. El traslado del sepulcro del apóstol, custodiado por los ángeles, de Palestina a Galicia el año 44 después de Cristo y su descubrimiento oportuno nueve siglos más tarde desafía desde luego toda explicación racional y creíble. ¿Qué motivo podía haber inducido a los discípulos de Santiago a transportar su cuerpo al fin del mundo entonces conocido, al mismísimo finis terrae? ¿Preveían ya la terrorífica invasión sarracena y el lúcido papel que el apóstol iba a desempeñar en la cruzada emprendida contra ella? Y, más asombroso aún, ¿cómo fue localizado el sepulcro romano e identificado el cadáver que, a partir de entonces, saldría milagrosamente de él para auxiliar a los cristianos con el célebre tajo de su espada invicta? Américo Castro (1885-1972), respondiendo a nuestros modernos historiadores mitólogos como Ramón Menéndez Pidal (1869-1968) y Claudio Sánchez Albornoz (1893-1984), analiza luminosamente la fuerza y supervivencia del mito: «Los confines entre lo real y lo imaginario se desvanecen», escribe en La realidad histórica de España (Madrid, 1954), «cuando lo imaginado se incorpora al proceso mismo de la existencia colectiva, pues ya dijo Shakespeare que "estamos hechos de la materia misma de nuestros sueños". Cuando lo imaginado en uno de estos sueños es aceptado como verdad por millones de gentes, entonces el sueño se hace vida, y la vida, sueño». La trasmutación pasmosa del pacífico pescador del lago Tiberíades en un jinete experto y aguerrido, cortacabezas insigne, respondía como es obvio, a la necesidad de las Iglesias, tanto hispana como carolingia de oponer a la triunfante predicción del credo de Mahoma un Santi Yagüe de recia espada, hermano gemelo de Cristo e «hijo del trueno»; capaz de planear por los aires en albo y radiante corcel de acuerdo con la fábula dioscúrica de Pólux y Cástor. Lo curioso es el retraso con el que la leyenda apareció. La vieja fábula del siglo IV de la estancia y predicación del apóstol en la Península sufre, en efecto, una modificación en la que conviene detenerse un instante. Hasta mediados del siglo IX, una centuria después de la fecha en la que, según la historiografía tradicional, habrían arrasado «España» los feroces invasores árabes, los himnos litúrgicos y romances populares impetraban la protección del apóstol contra «la peste y otros males»; sin mencionar dicha catástrofe ni la suerte trágica de los cristianos. Sólo después del descubrimiento del sepulcro —narrado a fines del siglo IX— los devotos imploran su ayuda contra los sarracenos, cuya existencia por lo visto, ignoraban antes. En la centuria siguiente, Santi Yagüe (Santiago) será entronizado anti-Mahoma y su santuario compostelano se convertirá en la anti-Caaba. Dicha mutación confiere a la leyenda su carácter definitivo. Compostela pasa a ser el punto de convergencia de la cristiandad militante en oposición a La Meca, y la popular romería del Camino de Santiago, la réplica franca y galaico-leonesa al haÿÿ (la santa peregrinación musulmana). La Providencia concederá en adelante la victoria al jinete en «níveo e impetuoso» caballo no sólo sobre los moros de la Península, sino también, en un extraordinario vuelo transoceánico, sobre los aztecas, inclinando el fiel de la balanza, en plena batalla, en favor de Hernán Cortés y los suyos. Recordar, de la mano de Américo Castro, que «muchos católicos» como el padre Mariana pusieron en duda en el siglo XVII «la existencia del cuerpo del apóstol en el sepulcro de Galicia». El también jesuita Pedro Pimentel sostuvo incluso, por tal razón, que debía confiarse la protección de España a Santa Teresa de Jesús (1515-1582), propuesta que suscitó la iracunda réplica de Quevedo. 

El mito de Don Pelayo y la batalla de Covadonga
Los mitos fundadores de una nación tienen la piel dura: aun desahuciados por la crítica demoledora de sus falsificaciones sucesivas e interpolaciones flagrantes, siguen ofuscando a algunos historiadores contemporáneos y se perpetúan en los manuales de enseñanza por pereza y rutina, debido a la incomodidad y esfuerzo que ocasionaría un nuevo y perturbador planteamiento de la realidad historiable. Cuando Sánchez Albornoz, en sus elucubraciones líricas sobre «la embrionaria España, mecida en la cuna de Covadonga», daba su aval a las leyendas manipuladas por el franquismo y el sector más reaccionario de la Iglesia, ¿ignoraba la coincidencia de sus tesis con las sostenidas por la extrema derecha y el ultranacionalismo xenófobo? Sánchez Albornoz en su obra Orígenes de la nación española (1975) decía: «Temo que otra gran tronada histórica pueda mañana poner en peligro la civilización occidental, como lo estuvo por obra del Islam en los siglos VII y VIII. La cultura europea fue salvada por Don Pelayo en Covadonga... ¿Dónde se iniciará la nueva reconquista que salve al cabo las esencias de la civilización nieta de aquella por la que, con el nombre de Dios en los labios, peleó el vencedor del Islam en Europa?». En un ensayo sobre el tema: Covadonga, un mito nacionalista católico de origen griego (1994), el historiador Guillermo García Pérez no se limita a señalar los desatinos y absurdos en los que incurre la fábula, sino que se remonta al origen de ésta y la esclarece con brillantez. Las Crónicas asturianas de Alfonso II el Casto y Alfonso III el Magno, muy posteriores a los hechos descritos, refieren en un lenguaje a la vez tosco y florido la aniquilación por Don Pelayo (722) de 127.000 invasores denominados primero «caldeos» y luego «sarracenos». La Virgen de la Cueva completa a continuación el exterminio al precipitar una avalancha de rocas o pedazo ingente de la montaña sobre los 60.000 fugitivos del desastre. La victoria del héroe y la subsiguiente intervención celeste son tanto más asombrosas cuanto, según otras crónicas, los invasores moros de Tariq (711) sumaban tan sólo siete mil y los de su jefe y rival Musa dieciocho mil. ¿Cómo podían haberse multiplicado en siete años de guerra, pillaje y devastación los culpables de la «destrucción de la España Sagrada» de 25.000 a 187.000, cifra a la que habría que añadir, para no desmentir la veracidad de los monjes y eclesiásticos francos, la de los 375.000 que perecerían 10 años después en Poitiers (732)? Por mucho que parezca increíble, la proliferación astronómica de los supuestos árabes no fue objeto de desmitificación cabal, sino hasta 1921 gracias a Lucien Barreau-Dihigo. La comparación de los dos mitos disipa cualquier duda: la asturiana es una copia de la griega, incluidos los pormenores de la matanza (de persas en un caso y de caldeos o sarracenos en el otro), la intervención milagrosa de Atenea y el desprendimiento mortífero de las rocas (en la leyenda original del monte Parnaso). Como dice acertadamente García Pérez situando la aparición del mito en su contexto histórico —la dependencia o vasallaje del reino leonés respecto a Carlomagno— «la leyenda de Covadonga sería sólo una pieza más, un ingrediente estructural de la estrategia política desarrollada por el recién formado Imperium Christi (Carlomagno y el Papado, independizado de Constantinopla) para luchar contra el entonces, preocupante dominio islámico del mundo mediterráneo». En su exposición de las vicisitudes del mito, García Pérez apunta con razón al uso pro domo del mismo en fechas más recientes: cuando la imagen de la Virgen —que había sido trasladada por razones de seguridad en los años de la guerra civil a la embajada de Francia— fue devuelta a España, la estatua, paseada con honores de Capitán General por Franco y la jerarquía eclesiástica hasta su cueva milagrosa, había sido transmutada en símbolo de la «España eterna», salvada de nuevo providencialmente por la supuesta Cruzada. Medio siglo después, Juan Pablo II, en su peregrinaje al santuario en agosto de 1989, pronunció una homilía, cuyo resumen, según García Pérez es: «Covadonga es la esencia de España (el lugar) en donde Don Pelayo derrotó al Islam, el altar mayor y una de las primeras piedras de la Europa cristiana». A través de todos estos ejemplos podemos ver como, el mito no busca un conocimiento contrastado de los hechos pretéritos, pues su objetivo es dar lecciones morales, siendo vehículo de los valores que vertebran la comunidad. Desde el punto de vista político, su importancia se deriva de que crea identidad, de que proporciona autoestima. Los individuos que sufren una amnesia total carecen de identidad. Y las comunidades humanas, cuando aceptan o interiorizan un relato sobre su pasado común —un relato cargado de símbolos, como el mito—, construyen a partir de él todo un marco referencial, al que se llama cultura, en el que consiste su identidad colectiva y que proporciona estabilidad y seguridad a sus miembros. Historia y mito son, por tanto, dos formas radicalmente distintas de acercarse al conocimiento del pasado. Y, sin embargo, pese a ello, inicialmente hay que reconocer que la historia tuvo su origen en el mito; y que, además, tampoco puede evitar desempeñar la función de crear identidad y proporcionar autoestima; porque al relatar nuestro pasado, legitima ciertas propuestas políticas, bien como retorno a situaciones pretéritas idealizadas o como derecho a alcanzar antiguas promesas. En el mundo contemporáneo posterior a las revoluciones liberal-democráticas, el sujeto de la soberanía por excelencia ha sido la nación. Consecuentemente, los libros de Historia se han reorientado para hacerlos girar en torno al sujeto nacional. Porque los Estados hoy existentes se consideran encarnación de esa nación o comunidad ideal y, para legitimarse, proyectan hacia atrás la existencia de aquella mucho más de lo que una mente crítica aceptaría. En el caso español, los manuales escolares pre-democráticos de Historia enseñaban, por ejemplo, que Viriato había luchado por la “independencia de España” frente a las legiones romanas, en el siglo II antes de Cristo, o que, por esa misma causa y en época cercana, los habitantes de Sagunto y Numancia habían preferido suicidarse colectivamente a rendirse, ante la aplastante superioridad de los sitiadores cartagineses o romanos, los cuales, al entrar, solo encontraron cadáveres y cenizas. No importaba que Sagunto fuera una colonia griega ni que ninguna fuente histórica directa testimonie la muerte de todos sus habitantes; Tito Livio, al revés, consigna que Aníbal tomó la ciudad al asalto y Polibio dice que consiguió en ella “un gran botín de dinero, esclavos y riquezas”. En cuanto a los numantinos, resistieron, según Estrabón, heroicamente, “a excepción de unos pocos que, no pudiendo más, entregaron la muralla al enemigo”. Tampoco suele dedicarse un instante a reflexionar sobre si Viriato, “pastor lusitano”, podría comprender el significado del concepto de “independencia”, ni aun el de la palabra “España”. 

A modo de epilogo 
Recordemos un inquietante ejemplo del encuentro entre la eficacia comunicativa del mito y la dimensión simbólica a través de la cual se expresan los arquetipos en el mundo contemporáneo. Se trata de la obra de Giménez Caballero titulada España nuestra. El libro de las juventudes españolas, editado en 1944 por la Vicesecretaria de educación popular, en el que se narra la Fábula Maravillosa de España. Se trata de una nueva versión de la Bella durmiente del bosque, en la cual el rol principal corresponde a Franco que salva a la princesa y con ella a España, que gracias a su héroe se despierta después de largos años de profundo sueño “España era una princesa hija de un rey muy poderoso. Y de una reina muy bella, muy dulce y muy buena. España al heredar el trono sería también poderosa. Aunque ya era, como su madre, buena, delicada y bellísima. Todo el mundo la adoraba. Y ella paseaba por los inmensos dominios del reino sembrando caridades y sonrisas. [...] Hasta que cierto día de estío - bajo el signo del León: 18 de Julio- apareció en el horizonte un jinete montado sobre un caballo blanco. Traía en la mano una espada de fuego. Cuando las gentes vieron llegar a este gentil caballero pensaron que también perecería sin salvar a la princesa.[...] Y al fin, !arriba España!, se levantó (alzamiento). Y dando el brazo a su héroe, se dirigió a su castillo. Y a cumplir la promesa del altar. Y sonaban campanas de boda en el aire. Y todo era alegría, júbilo, banderas, luces, cantos. Y paso alegre de paz. España - liberada del veneno que le diera la Envidia- desposó a su Caudillo salvador. Y vivieron felices, felices, muchos años. En la mayor gloria del cielo y de la Tierra”. Este es un buen ejemplo de lo que nos recuerda José Álvarez Junco (El País 2-3-2014) cuando afirma que la batalla por la historia continua, entre otras cosas porque la lucha por el relato del pasado es la lucha por el liderazgo político, o mejor, la lucha por la legitimidad, tanto de líderes como de Instituciones.

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