Blog de Juan-Luis Alegret

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7 dic 2015

Gourmets y gourmandes

EPS
22 noviembre 2015
Manuel Vicent
En los años previos a la Transición, todo lo que excediera al lujo de los pepinillos de Bulgaria era considerado una desviación ideológica. Existen dos formas de sentarse ante el plato en la mesa, como sibarita o como glotón. Gourmet o gourmand, llaman los franceses a estos ánimos dispares del comensal. El glotón suele colgarse la servilleta en la nuez o incluso atársela en el pescuezo para atacar la comida con la única finalidad de llenar la andorga; en cambio el sibarita atiende antes que nada al placer del paladar. Para el gourmet, lo principal es el contexto en que va a celebrar la comunión con el alimento, su filosofía, la estética que lo envuelve y la recreación mental del trayecto que ha seguido esa materia desde el cultivo en el campo, pasando por la tienda singular donde ha sido adquirida, por la sabiduría del cocinero que la ha manipulado y la forma en que se presenta en la mesa antes de elevarla ritualmente a la altura de la boca. No puede llamarse gourmet a alguien que se relame ante una fabada o un cocido de garbanzos, tocino, morcilla y chorizo cristiano. Uno imagina que esos platos tan recios y contundentes son un verdadero regalo para el glotón, que suele comer deprisa tragando parte del aire en cada bocado, una pequeña hecatombe gástrica que desemboca en el bicarbonato; en cambio, al sibarita le gusta más hablar de alimentos que consumirlos, y de hecho los mastica lentamente, como una oración, porque sabe que la primera digestión se realiza en la boca y el bolo alimenticio debe bajar al es-
tómago bien ensalivado y envuelto con otra clase de placeres que son la agradable conversación y la armonía que establece la luz de la copa de un vino excelente sobre la vajilla y los cubiertos. Existe un largo camino para llegar a esta delicada exquisitez, que en algunos casos de mi generación no está exenta de milagro.
En aquellos años previos a la Transición, durante las reuniones en las covachuelas de la conspiración política, los progresistas realizaban comidas colectivas donde se hablaba del futuro de la democracia ante tortillas de patatas, empanadas y ensaladillas rusas regadas con vino de porrón. Todo lo que excediera al lujo de los pepinillos de Bulgaria y de los arenques en vinagreta era considerado una desviación ideológica. El sibarita estaba siempre bajo sospecha. Toda la clandestinidad contra la dictadura franquista fue alimentada con estos platos que aún tenían mucho que ver con el hambre de posguerra. Con el tiempo, el paladar de aquellos progresistas fue cambiando a medida que la dictadura se extinguía, llegaba la libertad, crecía el desencanto, hasta el momento en que las ilusiones perdidas con la edad fueron sustituidas por el culto a la gastronomía. Puesto que no vamos a cambiar el mundo, comamos y bebamos mejor, se dijeron muchos de aquellos jóvenes revolucionarios dispuestos a asaltar ahora el Palacio de Invierno armados con tenedores. Algunos de aquellos maoístas, trotskistas, comunistas, socialistas, democristianos y liberales dejaron a un lado la ideología para hacerse gastrónomos, catadores y cocineros aficionados; comenzaron a hablar de cosechas de vinos con desparpajo, adjudicando el adjetivo apropiado para cada matiz de sabor, y los más audaces presumían de elaborar platos insólitos, exóticos y eróticos.
Lejos había quedado el vino Don Simón en envase de cartón y el Savín con tapón de plástico, lejos los huevos a la flamenca con aquellas cazoletas de aluminio, las gallinejas de aperitivo los domingos, las patatas bravas o a lo pobre y los bocadillos de calamares. En las discusiones ahora formaban parte nuevos yantares, el pato soufflé, el gulash magro, la salsa de aguacate, el chop-suey, las aletas de tiburón, las ostras, las angulas y las fondues, seguidas del largo debate sobre la tabla de quesos. Estas polémicas coquinarias crecían a la hora de hablar de salsas, vinos y aguardientes. Nadie era nadie si en una sobremesa no aportaba recetas propias y nombres de restaurantes famosos perdidos en todas las geografías del mundo, platos insignes que había comido y licores extraños que había bebido.
Si no en toda, en gran parte de la población española el problema del hambre se ha solucionado, pero una minoría de gente exquisita ha invadido el territorio de las delicatessen, una moda para paladares exigentes. El gourmet es una nueva especie hasta ahora desconocida que ha irrumpido en la vieja España de triperos donde lo más celebrado era no poder levantarse de la mesa después de una comida pantagruélica. La esencia del gourmet es el piscolabis, la degustación, la delicadeza, la ración pequeña de una materia bien escogida e ir en busca del vino o del alimento allí donde se cultiva. El terroir es lo último que se lleva en materia de gastronomía. Se trata del espacio geográfico concreto con su dimensión cultural donde se cría un vino determinado y se cultivan frutas y hortalizas propias de cada estación, que han alcanzado la categoría de denominación de origen. Pues bien, ahora el terroir consiste en buscarse una exposición de pintura, un musical, un concierto, una obra de teatro o una feria de arte en España o en el extranjero como coartada para reservar mesa en un restaurante con alguna estrella Michelin y rendir culto a un plato célebre como colofón de una descubierta cultural. El gourmet también puede echarse kilómetros encima hasta llegar a ese valle secreto donde están las bodegas preferidas junto a un castillo o unas ruinas para degustar un vino en el momento cumbre de su maduración; allí mismo sobre el terreno para evitarle el viaje. El gourmet sabe muy bien que su menester en este mundo sin ritos ni literatura no sería nada. Por eso en el fondo no es más que un oficiante

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