Parece que los intelectuales de hoy pensaran
que puesto que todas las verdades morales son relativas, ya no hay necesidad de
ser la voz moral de un mundo sin voz. El afán de ciertos intelectuales de
aparentar que lo políticamente correcto y sensato es desestimar la importancia
que tienen los imperativos morales en la esfera pública no es más que una forma
de hacer coincidir las necesidades humanitarias urgentes del mundo en el que
vivimos con las necesidades concretas de su carrera o su ascenso profesional.
Asalariados, ocupando cátedras o titularidades permanentes, pensionistas, muchos
intelectuales se encuentran encadenados a la rueda de una carrera y una
profesión respetables que paradójicamente estanca su capacidad para la crítica
en un contexto no conflictivo.
Para ser más precisos, los mezquinos intereses
personales han destruido los llamados intereses públicos de los intelectuales.
Al olvidarse de la política, rápidamente y sin dejar lugar para el
arrepentimiento, muchos intelectuales del mundo actual degradaron y abandonaron
la idea de la esfera pública, transformándose en defensores de la cultura de
masas carentes de todo sentido crítico. Es en virtud de esta falta de sentido
crítico con respecto a la vida pública por lo que los politólogos y los
expertos culturales han venido a sustituirlos como actores sociológicos en el
mundo contemporáneo. A los intelectuales ya no les interesa reflexionar y
debatir sobre los valores, su único interés reside en el comentario de los
hechos. Así, con la aparición de la aldea global postindustrial, dominada por
las redes mediáticas y la comunicación tecnológica, en las que las voces
disidentes suelen estar acalladas, una "epidemia de conformismo" ha
paralizado al completo la vida pública, convirtiéndola en una entidad impulsada
única y exclusivamente por el mercado.
Para investigar la evolución del compromiso de
los intelectuales en la historia europea del siglo XX, tenemos que empezar con
el affaire Dreyfus y la aparición de
la categoría "intelectual". Pese a las diferentes posturas que
cristalizaron durante el affaire Dreyfus, ambas partes estaban de acuerdo
en que el intelectual tenía que comprometerse. Uno de los que participó a favor
de Dreyfus fue Julian Benda, el filósofo judío conocido fundamentalmente como
autor de La traición de los
intelectuales, donde afirma que "la labor del intelectual es defender
los valores universales, por encima de la política del momento". Para
Benda, por consiguiente, el intelectual es un sujeto que opera dentro de un
marco moral y se atiene a unos valores trascendentales, libre de las impurezas
de la política. Probablemente Zola se merece este honor, no por sus novelas,
sino porque llegó a ser un intelectual que atacó la injusticia, el prejuicio y
la intolerancia en la esfera pública. De este modo restauró la función que
Sócrates había reservado para el filósofo: defender la universalidad de la
búsqueda de la verdad y luchar contra la violencia.
El método de Sócrates para dominar la
violencia era el uso del diálogo frente a las convicciones políticas. Con su
mayéutica -conócete a ti mismo- Sócrates invitaba a los atenienses a
interrogarse. Y aunque sea un fin en sí mismo, aprender a interrogarse es
también una condición y un punto de partida para cualquier intelectual que
quiera obrar honestamente. La honestidad es abrirse a la pluralidad humana; es
cobijar la idea, intrínseca al trabajo de un intelectual dialógico, de que cada
persona contiene "multitudes", como dice Whitman en su Canto a mí mismo. Todo intelectual
necesita de esta multiplicidad, no sólo para conectar con los otros, sino
también para ensalzar y valorar, como un elemento constitutivo del mundo, las
diferencias que existen entre las personas. La idea de diferencia presupone
otro valor igualmente esencial a la condición de intelectual: el respeto.
Una de las tareas del intelectual es pensar en
cómo reformar y mejorar la sociedad. Su empeño primordial debe centrarse en la
educación cívica de los otros ciudadanos para la responsabilidad que entraña la
auto-gobernanza democrática. ¿No perdería todo el significado que tiene para
nosotros el valor supremo de la historia si admitiéramos que son muchos los
intelectuales que consideran que lo que denominamos examen crítico de la esfera
política es un ejercicio fútil? Si no se lee y se ejerce el espíritu crítico,
la historia podría convertirse en una simple repetición de los errores humanos.
Por el contrario, cuando se comprometen con la historia, los intelectuales no
sólo necesitan una mente abierta, sino también crítica, capaz de entender que
las verdades pueden ser parciales; una mente que se interrogue continuamente.
Lo importante aquí es que la manera de protegerse contra toda tentación de
colaboración con el mal es interrogarse y reflexionar con sentido crítico.
Con este planteamiento, la pregunta es: ¿cómo
se puede hablar de preservar la ética en la esfera política y de no caer en el
mal cuando han dejado de existir los absolutos morales? Poco después de
terminada la guerra, en 1945 y en uno de los primeros ensayos que aparecieron
al respecto, Hannah Arendt decía que "el problema del mal será el tema fundamental
de la vida intelectual en la Europa de posguerra, de la misma manera que la
muerte fue el tema de reflexión fundamental después de la Primera Guerra
Mundial". Creo que Arendt estaba en lo cierto, sobre todo porque en el
mundo de hoy el problema del mal y sus implicaciones políticas constituye un
desafío importante para el estatus público y la integridad moral de los
intelectuales.
Cierto es que todos somos moralmente
responsables de las calamidades e injusticias del mundo en el que vivimos. Pero
no es menos cierto que el papel social y político de los intelectuales conlleva
una mayor responsabilidad moral. Como señala Max Weber, el compromiso
intelectual requiere la ética del héroe, pues hace falta una gran valentía
moral para enfrentarse a las responsabilidades que se adquieren en la esfera
pública.
Muchos creen, por supuesto, que ser hoy un
intelectual comprometido con la vida pública no es nada del otro mundo, ya que
ser demócrata y vivir en una democracia no supone ningún riesgo, ningún
desafío. Pero, dado que no puede haber una democratización y una globalización
reales si no están acompañadas de una labor crítica real por parte de los
intelectuales, en su función de contrapoderes, ser hoy un intelectual crítico
significa también ejercer de conciencia moral del mundo globalizado. Por eso,
para los intelectuales comprometidos, la verdadera lucha no se limita a estar a
favor o en contra de la política, sino que se trata sobre todo de una batalla
en defensa de lo humanitario frente a lo inhumano. Se trata de tener la
valentía de alzar la voz en nombre de la no violencia y en contra de la
injusticia. Por esta razón, aunque el concepto haya perdido hoy la fuerza que
tuvo en el momento del caso Dreyfus,
se ha de mantener la función del intelectual público. Mientras los humanos
sigamos creyendo que la esperanza no
es una palabra fútil, los intelectuales no dejarán de ser útiles en todas las
sociedades.
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