Hoy ya se hacen museos de todo: Museo de la Anchoa, Museo de Elvis Presley, Museo del Vino, Museo de la Luz, Museo de la Solidaridad, Museo de los Horrores, Museo de la Palabra, Museo de la Matemática, Museo de la Policía, Museo de los 8 bits, Museo de la Pesca, Museo del Cine, Museo de la Sidra, Museo de la Inmigración. Museo de las Mariposas, Museo del Flamenco. Museo de la Guerra, Museo de la Vida Rural, Museo de los Niños, Museo de la Naranja, Museo de la Publicidad, Museo del Barça, Museo del Chocolate, Museo del Juguete, Museo de Comic, Museo de la Biodiversidad, etc… Pronto no habrá ninguna actividad o localidad sin su museo, sus conmemoraciones,sus centenarios, sus celebraciones, además de sus fiestas profanas o religiosas tradicionales, las de toda la vida.
Todo este proceso bricolage del pasado se produce en un contexto de democratización masiva del turismo cultural, pero con el grave peligro, en algunos lugares, de la degradación o parálisis de todos estos bienes patrimoniales y culturales, museografiados, tematizados o simplemente exhibidos por el proceso de consumo masivo de los mismos. Eso es lo que ya ocurre, por ejemplo, en parte, en el Barrio Gótico de Barcelona. O lo que ocurre en el Museo Dalí, cuando un día de verano que hace mal tiempo, la gente no puede ir a la playa, las carreteras se colapsan y el Museo Dalí tiene que cerrar temporalmente el acceso porque ya no cabe más gente.
Esta nueva valoración del pasado se caracteriza por la hipertrofia, la saturación y la ampliación infinita de las fronteras del Patrimonio y de la Memoria. Las ciudades se convierten en enormes Parques Temáticos, los edificios antiguos se convierten en centros culturales, en hoteles, en oficinas. Los cascos antiguos se maquillan, se musicalizan, se transforman en productos de consumo cultural y turístico; se llenan de aparcamientos, de cafeterías, de tiendas de recuerdos, de espectáculos callejeros, de estatuas vivas que hasta tienen que ser reglamentadas. Y sin embargo ésta era la receta que se daba para poder superar el modelo tradicional del turismo de masas de sol y playa. Ese era el “valor añadido” que había que darle a nuestra industria turística. Esa era la solución.
En nuestras ciudades hipermodernas, el ciudadano se convierte en homo consumericus, turista cultural de la memoria. En ellas las obras del pasado ya no se contemplan en el silencio y desde la tranquilidad del paseo, sino que se “digieren” en unos segundos al funcionar como objetos de entretenimiento de masas, como espectáculos, como formas de “matar el tiempo”. Es la época de la democratización masiva del ocio cultural, del consumismo en el que la transformación de la memoria en espectáculo de entretenimiento es la pauta usual.
Tal y como magistralmente nos dice Lipovetsky, este retorno al pasado es uno de los aspectos más relevantes del hiperconsumo experiencial. Ya no se trata de acceder a la comodidad material, sino de vender y comprar recuerdos, emociones que evoquen el pasado. Objetos de momentos y épocas considerados más felices. Al valor de uso y al de cambio se le añade ahora el valor emocional rememorativo asociado a los sentimientos nostálgicos. El pasado ya no es socialmente fundador o estructurador. El pasado ahora se reorganiza, se recicla, se readapta al gusto actual con fines comerciales. Lo “autentico” produce en nuestra sensibilidad un efecto tranquilizador, edulcorante, anestésico.
Los productos “tradicionales”, “artesanales”, “los de la abuela” los que se venden en las ferias adhoc ahora tienen el valor añadido de la fantasía “de lo nuestro”, de “los tiempos mejores”, de los “buenos tiempos” (del pueblo, del artesano, del amor al oficio, del amor a las cosas bien hechas) hasta acabar exorcizando la inquietud de los neoconsumidores obsesionados por la seguridad y recelosos de la industria de la alimentación.
Buena visita, buen apetito: volvemos del futuro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario