Blog de Juan-Luis Alegret

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23 oct 2021

El vestido y la representación social del cuerpo: la dimensión simbólica de la moda


Algunas consideraciones teóricas previas

En Antropología no se ha tratado suficientemente las complejas relaciones que se establecen entre la vestimenta y la representación social del cuerpo, y el fenómeno en sí de la Moda, sus motivaciones y consecuencias en el cuerpo social y en el cuerpo individual.

Estamos en la Era de la Simulación (Baudrillard, 1993), la imagen ha dejado de lado su anterior pretensión de reflejar la realidad, tomando su lugar y precediéndola. Ahora  corremos el peligro de tomar por realidad lo que no es otra cosa sino imagen distorsionada de la misma.

La Moda, que actúa a través de la imposición de un rápido ritmo de cambio tanto en las indumentarias como en las costumbres, constituye un exponente claro de la actual sustitución de contenidos pertenecientes al orden de la experiencia por otros del orden de la realidad imaginada.

Ahora, en vez de comenzar con lo que las personas hacen y dicen que hacen, piensan y desean, hemos de partir de las realidades virtuales de las imágenes, para llegar a las personas que anhelan parecerse a ellas, encarnar esos estereotipos ideales y prácticamente inalcanzables, generando una constante insatisfacción e imponiendo al propio cuerpo una violencia que no por consentida pierde su carácter de coacción.

El fenómeno de la moda no es nuevo, siempre el hombre ha buscado imitar los arquetipos sociales ideales en cada tiempo y lugar. Lo que resulta novedoso es que el estereotipo, en estos momentos sea una imagen, literalmente hablando: aquello que está en lugar de la cosa, en esta ocasión no como reflejo o representación de la misma, sino como una cosa en sí, una entidad vacía, reificada.

La angustia surge cuando el modelo que se pretende imitar y hacia el cual van orientadas nuestras acciones en este caso sobre el cuerpo, no existe realmente

El traje ha acompañado al hombre en su andadura civilizadora en todos los tiempos y lugares, siendo en las primeras culturas el intermediario ecológico entre el hombre y su medio.

Ha cumplido su función física y simbólica de protegerle -de las inclemencias del tiempo, de las agresiones físicas, de los avances sexuales no deseados y de los maleficios- y de adornarle, marcando ritualmente los cambios importantes en su vida y mostrando a los demás el estatus alcanzado en la escala social, sea éste cual sea.

Cuando hablamos del traje no nos referimos exclusivamente a la ropa, sino que utilizamos este término como un concepto abierto, que incluye el cuerpo y sus transformaciones artificiales: tatuajes, escarificaciones o simples adornos, cualquier elemento modificador de la apariencia ya lo viste simbólicamente puesto que nos vestimos para los ojos de los demás.

Toda persona vestida es una gestalt que incluye el cuerpo, toda modificación directa del mismo, y todos los suplementos tridimensionales alrededor del mismo. Lo cierto es que sólo a través de una manipulación racional podemos separar el cuerpo de sus suplementos y modificaciones y que tanto unos como otras pueden ser considerados como tipos de trajes porque hacen igualmente efectivo el significado de la comunicación humana, y porque similares significados pueden ser transmitidos por alguna propiedad o combinación de propiedades o incluso modificación de los suplementos.

Por otra parte, el término "apariencia" es aún más amplio puesto que comprende conceptos que no están englobados en el traje. Supone también contemplar el conjunto de posturas del cuerpo, movimientos y posiciones, posibilitadas o inhibidas por los suplementos y modificaciones del traje, más una serie de propiedades no directamente aprehensibles del vestido como son olor, tacto, gusto y sonido.

Definimos el vestido como "un conjunto de modificaciones del cuerpo y\o complementos portados por una persona en comunicación con otros seres humanos" Barnes & Eicher 1992:15

Describir la apariencia de una persona vestida es algo más que describir un cuerpo y sus modificaciones y suplementos, léase su traje: significa describir la percepción que uno tiene de su forma de moverse dentro de esa envoltura, la elección de piezas, colores y materiales que componen su traje, la adaptación realizada por esa persona consciente o inconscientemente de esa indumentaria sobre su figura.

El impacto producido por la percepción unificada de estas cualidades es lo que constituye la apariencia, e incluye al menos la acción de dos actores: el portador que transmite y el espectador que percibe esa imagen. Por eso, ninguna apariencia es casual, puesto que incluye un grado variable de intencionalidad tanto en la forma de comunicar como en la manera en que esta información es recibida

En la esfera de lo social el traje, así entendido, es lo que hace visible al hombre a los ojos de los demás, proporcionándole una apariencia cuya contemplación aporta una serie de datos no solo sobre la personalidad y gustos del portador, sino sobre su adscripción social, sexual y laboral.

El traje proporciona además otras informaciones sobre la cultura, etnia, edad, época y lugar, y sobre todo, significa el grado de integración del portador en la sociedad en la que se mueve.

La relación entre el traje y el "espíritu de una época" es un hecho que aparentemente está fuera de toda intención o conducta dirigida. En la actualidad se aborda bajo dos líneas de investigación:

la Psicológica más propia de los investigadores anglosajones que estudian la jerarquía de motivos de elección vestimentaria. No intenta relacionarlo con la totalidad psíquica o social, considerándolo sólo como un hecho indicador.

la Psicoanalítica: describen más bien las expresiones de personalidad. Flugel (1930), Pastoreau (1992), Jodelet (1976) y otros, consideran que no se trata de un hecho indicador porque es susceptible de ser interpretado como elección individual o del super-ego. Se trata más de hechos de expresión que de indicadores. Al analizarlos como elección del super-ego son considerados como representación social del cuerpo, entrando en el campo de la Psicosociología: Stoezel (1978), Köning (1969), Kroeber (1919), Moscovici (1976), etc.

El traje es señal y puede llegar a convertirse en símbolo de identidad individual y colectiva. Por eso decimos que es marcador de la integración y de la diferencia.

Así pues, el estudio de la apariencia debe incluir no solo los tipos de trajes (rituales, tradicionales, tropicales, árticos, históricos, a la moda, etc.) y sus propiedades (color, volumen y proporción, forma y estructura, superficie dibujada, textura, olor, tacto, sonido), las modificaciones del cuerpo (transformaciones de cabello, piel, uñas, sistema muscular, sistema óseo, dentadura, olor, aliento) y sus suplementos (envolturas, accesorios del cuerpo, accesorios sobre las envolturas del cuerpo y objetos de mano para uno mismo y para los demás), sino los contextos en que tienen lugar estas transformaciones sobre el cuerpo que conducen a la transmisión de contenidos sociales.

Es en virtud de esta fuerza ilocucionaria, de esta transmisión de contenidos que se produce a través de la apariencia dentro de un contexto, por lo que decimos que el traje significa, independientemente de la voluntad de comunicación del portador.

La relación entre el cuerpo individual y el cuerpo social se muestra a través de la representación de valores que se produce en el hecho social de la indumentaria.

Por la misma razón que el individuo se viste para aparentar aquello que imagina ser, las sociedades visten a sus miembros para representarse a sí mismas, elaborando sus propios modelos y orientando las conductas de los individuos en orden hacia una serie de valores de hegemonía y subalternidad, que son aprehendidos a su vez a través de unos códigos transmitidos generacionalmente.

La imagen así mostrada es una cristalización, una configuración cultural de aquello que se pretende dar a entender.

Si es posible representar valores a través de la apariencia, también es posible manipular ideológicamente la apariencia para que estos valores aparezcan como realmente representados cuando de lo que se trata es de simulaciones. 

A quién benefician estas actuaciones, puesto que resulta obvio observar que toda manipulación beneficia a unos individuos en detrimento de otros. Y resulta obvio, asimismo, que para conseguir tales efectos beneficiosos es necesario, por una parte,

a. que alguien esté dispuesto a seguir esos modelos, ya sea de grado o por la fuerza.

b. que alguien tenga el poder de alentar estas transformaciones de la apariencia adaptándola a unos modelos determinados,

Un ejemplo del primer tipo de actuación nos lo proporcionan las leyes suntuarias que desde las más remotas civilizaciones hasta el siglo pasado prescribían o prohibían el uso de determinadas prendas, colores y materiales en la indumentaria, diferenciando claramente las clases sociales por la apariencia. Por ejemplo el tinte púrpura en la orla de la toga de los patricios romanos, o el uso de los brocados en seda para los nobles bizantinos.

En el s. XVII español, el gremio de los sastres tenía establecido un número máximo de varas de tejido que podía emplearse en el traje de un gentilhombre y de un hidalgo.

Los labradores, aunque pudieran costeárselo, tenían prohibido el uso de tejidos lujosos como la seda o el terciopelo. De aquí la costumbre de adornar ricamente los tejidos de paño que constituye la base de la mayoría de los trajes tradicionales campesinos.

Durante el s. XVIII estas leyes fueron cayendo en desuso debido en parte a la necesidad estatal de proteger la producción de las recientemente creadas industrias textiles nacionales a través del incremento del consumo, dando lugar al fenómeno urbano del majismo, es decir, la apropiación por las clases populares de elementos suntuarios como tejidos lujosos, colores vivos y adornos dorados y plateados.

Un ejemplo del segundo tipo de coacción lo constituye el fenómeno que conocemos como "dictadura de la moda" que analizamos a continuación.


La diferenciación social y sexual en la indumentaria a través de los tiempos 

El vestido como símbolo

La vida cotidiana en las grandes ciudades parece ser lo único permanente de la cultura contemporánea. De hecho, el carácter efímero de la moda actual es lo que parece garantizar, paradójicamente, la única forma de permanencia a la que es posible aspirar en tiempos de escepticismo y relativización de paradigmas.

Desde la perspectiva de una etnografía de lo cotidiano, y según las propuestas de Efrat Tseëlon, Kenneth Gergen, Hal Foster y otros podemos distinguir tres periodos en la evolución de las estrategias de apropiación simbólica de la ropa: clásico, moderno y contemporáneo.

A cada uno de estos periodos corresponde, respectivamente, a la construcción de identidades románticas, multifrénicas o virtuales, y de cada una de ellas se derivan, para la construcción de la significación, estrategias de imitación, ilusión o simulación del sentido.

Estrategias de apropiación simbólica de la ropa

Periodo

Preclásico

Clásico

Moderno

Contemporáneo

Duración

Hasta s-XIV

sXIV-XVIII

S-XIX-XX

Década 80’s sXX

Identidades asociadas

Diferenciadas

Romántica

Multifrénicas*

Virtuales

Estrategias

Representación

Imitación

Ilusión

Simulación

* Multifrenia: las muchas y diferentes voces en nuestra cultura que nos dicen quiénes somos y qué somos.

Periodo Preclásico

Según prueban las numerosas obras de arte que se han conservado de las Grandes Civilizaciones, en la antigüedad las piezas básicas del vestido eran prácticamente las mismas para ambos géneros y grupos de edad, con ligeras variaciones en cuanto a longitud y tamaño de las mismas. Sin embargo, la diferenciación social se expresaba muy claramente a través de la vestimenta.

En Egipto, sólo las clases altas se cubrían someramente el cuerpo, ya que esclavos y campesinos iban desnudos.

Los testimonios de la civilización cretense nos muestran vestidos diferenciados para ambos géneros manteniendo una parecida apariencia formal: el pecho descubierto o semidescubierto, estrechos ceñidores en la cintura y faldellines acampanados, cortos para los hombres y largos para las mujeres.

En Grecia y Roma encontramos también similitud en los aspectos materiales formales, aunque la diferenciación de edad y género se expresaba por la cantidad de tela, la forma de ceñirse, la colocación de los pliegues, etc. No obstante, eran más bien otros signos externos, como el peinado, los que contribuían a mostrar la diferenciación de género y edad, mientras que el tipo de tejido y adorno señalaban la diferenciación social.

El Cristianismo con su mensaje renovador y su búsqueda de la primitiva pureza modificó un poco los trajes de las clases nobles, introduciendo un elemento de sencillez y decoro que se vería más adelante contrarrestado por el lujo oriental del Imperio Bizantino.

Los ostentosos trajes de Corte que nos muestran los mosaicos de Ravena dan fe de la escasa diferenciación sexual y la enorme diferenciación social en la vestimenta usada por los emperadores y cortesanos. Esta tendencia permaneció durante toda la Baja Edad Media, en la que hombres y mujeres usan una o varias túnicas cosidas superpuestas según la estación: un poco más ajustada para el género femenino, introduciéndose el uso de calzas para los varones.

En realidad los trajes que expresan una diferenciación más marcada en la antigüedad son los militares, que poseen características propias debido a su doble función específica de protección bélica e inducción del efecto de terror en el enemigo.

Esta especialización, que define a su vez la pertenencia étnica y el rango militar, ha continuado hasta nuestros días, porque su contenido tiene un carácter fuertemente simbólico: por un lado, el traje militar muestra el tipo de tarea laboral de su portador, distinguiéndolo de los otros hombres, mientras que por otro, es una exaltación del valor masculino a través de la exhibición de las hazañas y trofeos de guerra.

Periodo Clásico

La moda surge como fenómeno social en la Europa a principios del siglo XIV. Hasta ese momento, la ropa cumplía una función de distinción social únicamente en términos de las diferentes calidades de los materiales.

El periodo Clásico de la moda comprende los siglos XIV al XVIII, y responde a lo que el sociólogo George Simmel ha llamado estrategias de imitación.

Las clases inferiores imitan a las clases superiores, las cuales a su vez, como estrategia de distinción, crean nuevas modificaciones a la moda.

En este sentido, la moda esta siempre en proceso de devenir y en competencia con su propio ritmo.

Algunos elementos provenientes de esta tradición subsisten hasta nuestros días, no sólo en términos de distinción social, sino también en el empleo metafórico de algunos términos:

Vestir puede significar “cubrir la realidad”, “disfrazarla” y “crear una distancia entre la verdad y su revelación”, mientras el acto de desvestir puede ser entendido precisamente como una forma de “acceder a la verdad”, pues ésta se representa como necesariamente desnuda.

Este sistema de metáforas reproduce una metafísica de la profundidad, es decir: la creencia en verdades profundas que es posible descubrir a través de una búsqueda específica.

Esta creencia en elementos trascendentales coincide con la distinción entre un yo genuino y un yo escénico, y que forma parte de la concepción romántica de la identidad.

El yo público es aquí un manipulador estratégico de elementos simbólicamente pertinentes para el rol que se asume como propio.

En términos saussureanos, se puede señalar que en la preceptiva clásica hay un lazo directo entre el significante (en este caso, la moda) y su significado (la representación de jerarquías y roles sociales), de tal manera que la ropa funciona como un mero reflejo de la estructura social.

Hasta mediados del s. XIV, la ropa ha sido, ante todo, un indicador de la posición social de sus portadores.

La expresión del gusto personal y la clara diferenciación del género a través de la vestimenta vendrán marcadas, en Europa y en los países de influencia occidental, a partir del Renacimiento.

Como consecuencia del advenimiento del Humanismo, se produce una exaltación del cuerpo que tiene su expresión más genuina a través del arte. Mientras que literatos y filósofos convierten al hombre en el centro del mundo, los artistas plásticos vuelven su mirada al desnudo al igual que en la Antigüedad clásica como gloriosa imagen de la perfección humana.

Esta tendencia se refleja en el traje que comienza a resaltar la figura humana, acortándose la antigua túnica hasta las caderas con el consiguiente protagonismo de las calzas que resaltan la genitalidad de los hombres y conservándose el largo ceñido a la cintura y escotado para las mujeres, realzando a su vez vientre y senos como rasgos de maternalidad. Además aparece el gusto por los adornos y los colores vivos entre ambos géneros, que solo se hizo posible con la  burguesía (Deslandres, 1987: 99-164).

Hasta finales del s. XVI la representación social del cuerpo a través de la indumentaria sigue una  línea naturalista, adaptándose las vestimentas a la figura natural del hombre.

A partir de este momento, la vestimenta evolucionará hacia una mayor personalización y comenzará la ideologización del traje, con la aparición de rellenos, corpiños fuertemente constrictivos y volúmenes artificiales, en suma.

A partir de la Revolución Francesa algo comenzó a cambiar en el seno de las sociedades occidentales: la abolición de los privilegios de la nobleza, así como la difusión de las nuevas ideas de Progreso y Libertad trajeron consigo una nueva imagen del hombre acorde con la nueva ideología de igualdad y fraternidad, que provocarían una reacción en contra de la ostentación anterior: Las Cortes reales dejan de ser foco de atracción y surge una valoración del trabajo en contraste con la ociosidad de las clases privilegiadas del Antiguo Régimen.

La Ilustración considera al hombre como parte integrante de la Naturaleza, que puede llegar a ser dominada por medio del estudio científico y la razón. La naciente sociedad industrial y el triunfo de la burguesía y de la ética protestante potenciarán un estilo mucho más austero y acorde con los roles cada vez más definidos de ambos géneros.

Pero es solo a principios del XIX cuando se comienza a asociar exclusivamente a la mujer con el adorno. Todo ello se explica por los cambios sociales mencionados acaecidos a raíz de la Revolución Francesa.

Sin embargo, avanzando el siglo, una serie de teorías de origen psicológico proclaman la tendencia exhibicionista de la mujer: Un claro ejemplo de construcción de diferencias para justificar desigualdades

Estas teorías, basadas en las diferencias de constitución física, o en diferencias psíquicas respecto a la libido, en realidad están enmascarando una diferente asignación de roles sociales a los géneros y consagran de alguna manera, la discriminación de la mujer respecto al trabajo cualificado que en esos momentos empieza a plantearse.

En dicha época en que el adorno parece patrimonio exclusivamente femenino -con excepción del dandismo, tachado de afeminamiento- la Iglesia fustiga el exceso ornamental y la mayor exhibición del cuerpo de las mujeres.

Todo lo que pueda resaltar los encantos femeninos es visto como pecaminoso, lo cual alienta en realidad una doble moral: en el plano ideológico, tanto el Romanticismo como el Puritanismo refuerzan el ideal de mujer distante, objeto adorado y venerado, a veces maldito, a veces vía de salvación, pero objeto lejano siempre. La sublimación de estas tendencias da lugar a un nuevo arquetipo de heroína: la prostituta, la proscrita, la mujer infiel (la Traviatta, Carmen, Madame Bovary).

Período Moderno

La moda, como fenómeno histórico, está asociada con la modernidad. Ambos términos tienen raíces etimológicas similares, derivadas del término modus, que a la vez significa límite y regla, norma y medida.

Durante el periodo comprendido entre fines del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XX, y debido a la expansión de las ciudades y a la revolución industrial, se hace necesario desarrollar la distinción entre lo público y lo privado, y de este fenómeno se deriva también un desarrollo del arte de la simulación y la ocultación.

Con la multiplicación de los roles sociales, el estatus de cada sujeto está determinado, no por el linaje, sino por la función que cumple en el contexto laboral.

Es así como surge la necesidad de diseñar uniformes que serán utilizados en el lugar de trabajo, con el fin de denotar el rango social, pues el vestido cotidiano empieza a indicar elementos tales como el tipo de actividad que se realiza, la hora del día en la que se utiliza, la ocasión específica, el género, es decir: elementos que no están directamente ligados al estatus social.

En este contexto surge una aparente democratización de la ropa, por lo que se hacen necesarios dos mecanismos correctivos para preservar las marcas de clase:

a) el apoyo moral en prácticas aristocráticas (elegancia y buen gusto) y

b) el énfasis en la escasez de los materiales (naturales vs. sintéticos) y la dificultad de la confección (hecho a mano vs fabricado en serie).

Ya no existe un sentido inherente al empleo de una determinada ropa, así como tampoco hay una verdad trascendente. En su lugar surgen sentidos construidos.

La referencia última de la significación de la moda no se apoya ahora en leyes naturales, sino en la ley de intercambio comercial y simbólico:

- el valor de uso es rebasado por el valor de cambio, y

- el valor simbólico está determinado por el mayor o menor prestigio de las casas de diseño o las marcas comerciales.

Es en este contexto donde surge la tiranía de los significantes, es decir de las marcas.

La marcas cumplen así las funciones señaladas por Roland Barthes para los nombres:

- el poder de esencialización (al designar a un solo referente),

- el poder de citación (ligado a la evocación de la misma esencia) y

- el poder de exploración (la posibilidad de asociar distintos nombres).

La identidad, en este contexto, es resultado de una operación camaleónica, al armar un pastiche construido con fragmentos de identidades múltiples. Esta es la multifrenia característica de la vida cotidiana en las ciudades modernas.

También en este contexto surge la fealdad estudiada de las primeras feministas, que ya no se asumen como objetos. Sólo más adelante las mujeres pensarán en reapropiarse de la ropa como campo simbólico en el que está en juego una doble afirmación de identidad sexual y autoestima, y un proyecto utópico de libertad expresión.

Tras la Revolución se producen cambios drásticos y se establece una clara dicotomía de género en la vestimenta: la Gran Renunciación masculina y la Dictadura de la Moda

En las mujeres el llamado "estilo Imperio" marca la abolición de corsés y miriñaques, continuando la permisividad del descubrimiento de los senos, imponiéndose los materiales ligeros y transparentes, la cintura alta dando una imagen de constante preñez

En los hombres supone la consagración del redingotte -chaquetón largo y estrecho derivado de la antigua casaca-, los altos cuellos almidonados y las gruesas e incómodas corbatas, así como la transformación del calzón a media pierna por el pantalón, que perdura hasta nuestros días.

El calzado las mujeres calzan zapatos planos tipo bailarina, los hombres adoptan las botas tipo inglés de enorme tamaño y más tarde pesados zapatos planos.

Así pues, la Gran Renunciación consistió en el abandono por parte de los hombres del exceso ornamental adoptando un estilo sobrio y severo, tanto en las formas como en los colores, mientras que los vestidos femeninos sufrían graciosas simplificaciones en la búsqueda de un clasicismo añorado.

En el s.XIX se produce la plena asimilación de ambas tendencias: los trajes masculinos evolucionan gradualmente hacia la uniformidad -el negro, gris y marrón serán, prácticamente, los colores masculinos, utilizando tejidos gruesos y bastos- y los trajes femeninos evolucionan en el sentido de una cada vez mayor incomodidad para sus usuarias: varias enaguas superpuestas que dificultan los movimientos, tejidos muy delicados como batista, seda, moaré, que requieren cuidados especiales, estrechos botines abotonados y vuelta del tacón.

Por otra parte, la estrepitosa crinolina que aparece a mediados del siglo se complementa con el insano corsé y más adelante, con el añadido del polisón y la profusión de adornos como cintas, pliegues, lazos y monumentales sombreros, lo cual no sólo dificulta, sino que prácticamente impide a la mujer cualquier tipo de actividad en la que pueda competir con los hombres. Es decir, su incorporación al mundo cada vez más prestigioso del trabajo, a la sociedad que se desarrolla más allá de los muros del hogar, a la que la mujer decente no puede acceder si no es acompañada de un hombre. Es el momento más cruelmente restrictivo del cuerpo femenino, que comienza a sufrir en exclusiva la Dictadura de la Moda.

La dicotomía sexual en la vestimenta va unida a la separación de las funciones de cada Género consagrada por la época victoriana: El mantenimiento del hogar es tarea que compete por entero a las mujeres, mientras que la provisión del sustento económico en la calle es un asunto exclusivamente masculino.

Todo ello va acompañado de una fuerte construcción ideológica que apoya la diferenciación sexual y social: Este tipo de vestimenta no vale para las mujeres de clase trabajadora, campesinas y proletarias. Es prácticamente imposible que una mujer que trabaje en el campo o en una fábrica lleve un ajustado corsé que dificultaría su respiración. Se trata de un tipo de ropa sólo accesible a las mujeres de la clase ociosa.  Las revistas de moda, creación de principios del s XIX, omiten totalmente a este sector de la población.

La primera mitad del s. XX aportará nuevos cambios ideológicos con respecto a las diferencias sexuales que se reflejarán igualmente en el fenómeno vestimentario: la incorporación progresiva de la mujer al mundo del trabajo, del deporte y académico, traerá consigo una mayor liberalización que se reflejará en la abolición del corsé, el acortamiento de los vestidos y la apropiación del pantalón, obra de la revolucionaria de la moda Coco Chanel. Ello se produce en un contexto de reivindicación de igualdad de derechos sociales y cívicos por los movimientos feministas del siglo anterior.

Todo ello se manifestó en un nuevo ideal de belleza que respetaba e incluso alentaba, una saludable constitución fruto de la práctica del deporte, rechazando el uso del corsé y cualquier prenda que comprimiera el cuerpo femenino.

Tras la Primera Guerra Mundial se impone una estilización de la figura que evoluciona hacia una androginia que constituye el nuevo estereotipo de seducción, o como dice Roberto Verino, la moda propone mujeres andróginas, muy delgadas y sin formas ni curvas, porque la androgínia es un referente de modernidad

Durante y tras la Segunda Gran Guerra, los regímenes fascistas (Pétain, Mussolini, Franco, Espínola) se habían esforzado en acuñar la imagen de la mujer-madre, reducto de los valores morales del régimen, en la cual jugó un importante papel el apoyo decidido de la Iglesia Católica y la exaltación de la figura de María a través del reconocimiento de dogmas y la oleada de apariciones marianas que pretendían combatir las tendencias democráticas e izquierdistas.

Por su parte, los Estados Unidos se embarcan, superada la Gran Depresión y en plena euforia victoriosa, en la reconstrucción del Sueño Americano, potenciando la imagen del self-made-man y un patriotismo pueril y anticomunista que pasa a través de la sobrevaloración de la institución familiar, ideal forzoso de la american middle class

En los 50’s, a pesar del intento de los grandes Modistos por recuperar una moda elitista -el new look-, basada en las cinturas estrechas, busto prominente y un sustituto sintético del polisón llamado cancan, la democratización de la moda se impuso como consecuencia de la entrada de la clase media en un sistema de consumo masivo, caracterizado por la accesibilidad a la ropa confeccionada en serie, el pret-a-porter.

En los fenómenos más recientes de las modas rockers, hippies, etc. de la década de los sesenta la apariencia corporal evoluciona rápidamente en dos sentidos: la persecución de una eterna juventud y la abolición de la diferenciación clasista en la indumentaria.

La distinción, que antes se había afirmado mediante el lujo y el adorno exagerado, se expresa ahora de manera mucho más implícita en la segunda mitad del siglo XX concretándose en un corte impecable, colores discretos, tejidos naturales y una originalidad absolutamente comedida, el chic, que no es otra cosa sino la estilización de la moda de la calle.

La elegancia consiste en mostrar una sutil diferenciación, un modelo ideal conseguido a base de los mejores productos, que la gran masa es incapaz de diferenciar puesto que no se exhibe, sino que forma parte del lenguaje secreto de las elites.

Así funciona el sistema del consumo, ejerciendo una presión sobre la población que le obliga a adquirir el producto accesible, la serie, persiguiendo el modelo inalcanzable, único. (Baudrillard:,1977)

Durante casi dos siglos la apariencia femenina cambia a un ritmo cada vez más acelerado, mientras que la de los hombres experimenta mínimas variaciones hasta la revolución vestimentaria impulsada por los movimientos contestatarios juveniles de mayo del 68.

La evolución de la apariencia

El fenómeno de la Moda, aparecido en el renacimiento, no afectaba a las clases populares, cuya indumentaria corriente se limitaba a reflejar la ocupación social del portador y el tipo de productos locales de los que se disponía. Por tanto, la moda sólo era motivo de preocupación para unas clases cuyas principales ocupaciones eran la "vida de Sociedad" y el cuidado de la apariencia, en orden a la cual imponía sus sacrificios. Esta ecuación proporcional cambió de manera drástica a partir de los dos grandes acontecimientos sociales de finales del XVIII: la Ilustración y el comienzo de la Industrialización, que posibilitarían el acceso al consumo de las clases trabajadoras y la diversificación social por el incremento del sector de población constitutivo de la clase media.


Nos interesa sobre todo destacar cómo los cambios sociales han impulsado la evolución de la apariencia masculina y femenina de manera parecida hasta el s. XIX, produciéndose a partir de aquí una acentuación de la dicotomía sexual.

La Gran Renunciación Masculina viene a coincidir con la definitiva sacralización de la dependencia femenina.

Se trata al mismo tiempo del momento en que la mujer pierde en verdadero poder lo que gana en apariencia.

La ornamentación llegó a ser considerada como característica exclusiva de las mujeres, creciendo de manera proporcional a su confinamiento físico y social.

La modificación de la apariencia experimentó un ritmo de cambio acelerado que persiste en la actualidad acuciado por el Sistema de la Moda que se ha convertido hoy en un verdadero sistema de Consumo de masas.

Hemos visto cómo los modelos que nos muestran las imágenes del pasado tienden a reflejar, de forma más o menos estereotipada según la época, una tipología social a través de la indumentaria y cómo la modificación de la silueta humana experimenta variaciones estrechamente relacionadas con las ideologías dominantes.

Si en la antigüedad clásica se pretendía mostrar el cuerpo en el summun de su belleza natural, en el medievo la estilización vertical del cuerpo espiritual, en el renacimiento la reivindicación de la naturaleza humana, en el barroco el sentimiento extremo y la suprema distanciación aristocrática a través del artificio representado en la indumentaria cortesana, la Revolución Francesa puso coto a estos excesos por un corto espacio de tiempo. No en vano, el héroe de la revolución es el sansculotte

La diferenciación de clase fue abolida simbólicamente, produciéndose lo que en terminología vestimentaria se llama neutralización de la apariencia, es decir, la adopción de un estilo vestimentario homogéneo para todas las clases sociales.

Sin embargo, este fenómeno es sólo apreciable en la indumentaria del hombre, porque la indumentaria femenina de complicó hasta extremos hoy inimaginables.

En contra de lo que se cree, la abolición del corsé no supuso una ruptura drástica con la costumbre de constreñir el cuerpo femenino. Incluso en los momentos del triunfo de la figura asexuada -la femme-garçon de los años veinte- se utilizaban unos incómodos corsés que oprimían el pecho hasta dejarlo completamente plano. Continuaron las rígidas fajas enterizas y se introdujo una nueva prenda interior conocida con el nombre de sostén, que perdura al día de hoy.

La década de los setenta constituyó un lapsus libertario durante el cual se llegó a prescindir de esta prenda. Surgieron gran diversidad de estilos vestimentarios siempre asociados a la imagen de la juventud, nunca más prestigiada que en esta época.

Al igual que en momentos anteriores coincidentes con el apogeo de ideologías progresistas, se produjo un retorno a la naturaleza, aunque cada vez más mediatizado por costumbres de consumo. Por un corto espacio de tiempo, el cuerpo de las mujeres se liberó de presiones externas, reivindicando abiertamente la sexualidad del Género.

Período Contemporáneo

La uniformidad en la ropa durante los años cuarenta hacía dominar los colores blanco y negro como marcas de homogeneidad cultural y estética.

A finales de la década del sesenta se inicia una explosión de cambios en cadena, hasta llegar al establecimiento de una diversidad aparente de opciones urbanas de los sectores medios, que coincide con la diversidad de las posibles identidades que pueden convivir en un mismo individuo, a lo largo de un mismo día.

La estética de la vida cotidiana urbana contemporánea es, para emplear el término de Jean Baudrillard, una estética de la simulación.

En este contexto, los signos no tienen un sentido inherente, sino que generan un sentido propio al articular su relación con otros signos.

Roland Barthes, en su estudio semiótico sobre la moda, retoma algunos de estos sentidos relacionales, como las parejas de oposiciones suave/severo, elaborado/austero y femenino/masculino.

A la vez que desaparece la función representativa de los signos, se conserva su  dimensión estética y lúdica.

Al seleccionar diversas prendas de ropa se articula una experiencia de construcción, reconstrucción y reconocimiento de una identidad personal siempre provisional, sólo aparentemente íntima e individual.

Al poner en juego diversas estrategias de selección y combinación se participa en la construcción de un fantasma: la imagen para los otros.

Si en algunos contextos la ropa crea a la persona y corrobora su identidad, esta misma identidad es siempre provisional, y puede reconstruirse a cada momento. También la identidad es una construcción efímera.

Libre de referentes, aquí los objetos de la moda obligan a reexaminar permanentemente los códigos en juego, indiferentes a cualquier orden social tradicional.

Los sujetos cuya identidad es relacional son terminales virtuales de redes múltiples, mientras el concepto de norma no está centrado en el individuo y su responsabilidad, sino en las redes sociales y las coyunturas contingentes de generación de sentido.

A partir de los ochenta se produce un cambio que es el antecedente de la presión que la moda actual ejerce sobre el cuerpo de las mujeres: el estilo deportivo se abrió paso en la indumentaria de la calle. Ello no obedece a una casualidad: la necesidad de mostrar una apariencia eternamente sana y juvenil de acuerdo con el ideal consagrado en la década anterior, impulsó la práctica de deportes de mantenimiento como el aeróbic, el footing o la musculación, que pasaron a convertirse en deportes de masa.

En los años noventa, hablar del fin de la dictadura de la Moda se puso "de moda", al igual que había ocurrido en los años veinte.

Hoy el traje como emblema de clase ha sido sustituido por el traje como emblema de estilo de vida: es cierto que hay una aspiración general a vestir ropas cada vez más cómodas, que no impidan el movimiento y el confort, lo mismo que hay una aspiración igualmente lícita a exhibir un cuerpo sano y hermoso.

El problema estriba en la fuerza con que la publicidad, auténtica mediación entre las personas y el sistema de consumo, consigue asociar en la mente de todos nosotros las falsas imágenes de estilos de vida con las marcas.

Pero esta actividad es deshonesta porque una marca en sí no es otra cosa que una señal arbitraria, nunca un símbolo, puesto que carece de contenido.

Se trata de lo que Baudrillard analiza como la precesión del simulacro sobre la realidadSegún esta teoría, la cultura es puesta en cuestión como algo "auténtico" en el sentido de "espontáneo" natural, real. En su análisis del mundo de los símbolos y de su interpretación Baudrillard sostiene que estamos inmersos en una lógica de la simulación que, no por comúnmente aceptada tiene algo que ver con la lógica de los hechos.

La simulación como sistema sería el triunfo y la precesión del modelo sobre el hecho, la sustitución del hecho real por el símbolo que lo representa tomado a su vez como modelo de la realidad  O sea, el triunfo, también al nivel de las imágenes, del simulacro sobre el modelo.

Baudrillard va más allá: se trata ya de interpretar falsamente (sic) la realidad (ideología), sino de ocultar que la realidad ya no es necesaria:

            "la simulación parte del principio de la equivalencia, de la negación radical del signo como valor, parte del signo como reversión y eliminación de toda referencia. No se trata ya de representación, sino de simulacro".

La imagen ha sufrido una serie de transformaciones cuyas fases serían éstas:

  1. En principio, es el reflejo de una realidad profunda
  2. Seguidamente enmascara y desnaturaliza una realidad profunda
  3. A continuación enmascara la ausencia de realidad profunda.
  4. Por último, no tiene nada que ver con ningún tipo de realidad, es ya su propio y puro simulacro: "El momento crucial se da en la transición desde unos signos que disimulan algo a unos signos que disimulan que no hay nada."

Sin embargo, tal conjunto de signos sometidos a su carácter de signos, en modo alguno a su finalidad "real", dista mucho de ser inofensivo.

Al no tener contenido ni fines propios pueden llegar a ser incontrolables para un orden que sólo puede ejercerse sobre lo real y lo racional, sobre causas y fines.

El poder establecido tiene su ámbito de acción sobre los referentes que remiten a un hecho establecido, determinado de antemano. Pero si admitimos que determinados referentes desbordan el ámbito de lo real, el poder que se asienta sobre estos referentes pierde a su vez realidad, comienza a tambalearse en esta nebulosa de la simulación social.

No podemos olvidar que "el única arma absoluta del poder consiste en impregnarlo todo de referentes, en salvar lo real, en persuadirnos de la realidad de lo social" (Baudrillard, 1977:51).

Si en épocas anteriores el cuerpo, y en especial el de las mujeres, había sido atenazado por incómodos artilugios para conseguir una apariencia determinada de fragilidad, maternidad, opulencia, etc., en la actualidad, la exhibición de mayores porciones del cuerpo desnudo impone a éste una nueva necesidad: la lucha contra la flacidez asociada a la decadencia y a la enfermedad.

El cuerpo se convierte en la coraza de sí mismo: el cuerpo-imagen viste al cuerpo real.

En el caso femenino, la imagen impuesta, en lugar del modelo nos remite a un cuerpo eternamente joven, delgado pero terso, de proporciones irreales: se trata del cuerpo adolescente encarnado en una mujer madura que constituye el ideal paradójico de la mujer independiente.

Todo ello conlleva una serie de violencias sobre el propio cuerpo entre las cuales, la negación del alimento que ha dado lugar al rebrote de una enfermedad surgida en la época romántica: la anorexia, es una de ellas.

Por otra parte es el propio cuerpo el que es recortado, cosido e implantado de rellenos y postizos en la búsqueda de esa apariencia artificial.

El hecho es que esta violencia simbólica es ejercida mayoritariamente sobre el cuerpo de las mujeres, y no de los hombres.

No queremos decir que ésta no afecte también la apariencia masculina, pero lo cierto es que si lo hace, lo hace en menor medida. Por ejemplo, la aparición de las canas.

Estas aportan a los hombres una apariencia distinguida y elegante, mientras que el pecado de envejecer obliga a las mujeres a correr a la peluquería para ocultarlas.

La violencia simbólica de la moda

La violencia simbólica continúa siendo ejercida de manera implacable contra las mujeres, aunque no tenga porqué implicar una mala voluntad explícita por parte de los hombres.

Pierre Bourdieu, (1994: 13) analiza este tema: es cierto que el acceso de las mujeres a la esfera pública crece de manera imparable, y que este hecho ha cambiado significativamente las relaciones entre los sexos. Sin embargo, la irrealidad y la irresponsabilidad garantizadas por el triunfo de la ficción sobre la realidad no hacen sino afirmar los fantasmas masculinos de omnipotencia en el control sobre cuerpos femeninos pasivos.

Las relaciones de hegemonía y subalternidad permanecen incluso en la asignación de tareas directivas: "se las obliga, con esa especie de negación de la existencia, a recurrir, para imponerse, a las armas de los débiles, que refuerzan los estereotipos": la protesta aparece como estallido histérico, la seducción como "arma" femenina.

La seducción que parecen estar obligadas a ejercer las mujeres a través del cuerpo perfecto -la mente perfecta sigue siendo un requisito más bien poco exigible en el campo de la seducción femenina-, en la medida en que se basa en una forma de reconocimiento de la dominación, no hace sino reforzar la relación establecida de dominación simbólica: "esta discriminación suave, invisible, imperceptible, sólo es posible con la complicidad de las mujeres, también inconsciente y simbólica".

He aquí una de las claves que explica la permanencia de la dictadura de la Moda sobre las mujeres, y el hecho de que aquellas que se niegan a seguirla sean percibidas como no femeninas o menos femeninas, puesto que, al apropiarse de su apariencia cometen una especie de transgresión de las interpretaciones del mundo vigentes, es decir, de "los principios según los cuales se organiza el mundo natural y el mundo social, que inscritos en forma de disposiciones corporales muy poderosas, permanecen inaccesibles al influjo de la conciencia y de la argumentación racional".

El poder que ejerce la moda sobre el cuerpo de las personas, especialmente de las mujeres, no está basado en una clase de perversión deliberada de la conciencia, sino en la sumisión que desde hace siglos han impreso sobre el cuerpo de la mujer todas las disposiciones inconscientes, las exhortaciones silenciosas del orden social que emanan de la dominancia de un orden masculino.

En la actual cultura occidental, la alianza entre el Sistema de Consumo y el neomachismo lanza sobre la mujer de todas las edades un nuevo mensaje, mucho más peligroso que el del antiguo corsé cuya constricción se iba aligerando a medida que se cumplían años: se le está diciendo que debe transformar su cuerpo de acuerdo con unos cánones de belleza imposibles, y al mismo tiempo se le está diciendo que puede hacerlo a través de una serie de técnicas modificadoras y quirúrgicas presentadas de forma cada vez más accesible a la gran masa.

Todo este simulacro se lleva a cabo con la aquiescencia de las más interesadas: las propias mujeres.Los concursos de Misses, verdadera exposición de ganado humano, están en todo su esplendor; la compra implícita por parte del varón entrado en años del cuerpo femenino joven aparece más prestigiada que nunca; actrices y topmodels modeladas artificialmente impregnan con su presencia artificial los medios de comunicación, desplazando el interés del público de otros personajes y problemas.

"precisamente porque el fundamento de la violencia simbólica no reside en unas conciencias engañadas, a las que bastaría con ilustrar, sino en disposiciones que se ajustan a las estructuras de dominación de las que son producto, no puede esperarse una ruptura de la relación de complicidad que la víctima de la dominación simbólica concede al dominante, mas que a través de la transformación radical de las condiciones sociales de producción de esas disposiciones que inducen a los dominados a adoptar respecto a los dominantes y respecto a sí mismos un punto de vista que no es otro que el de los dominantes".  Bourdieu, 1973.

Las formas contemporáneas de la moda descritas anteriormente han sido interpretadas de dos maneras diferentes:

-        como una estrategia de democratización (Gilles Lipovetsky) o

-        como una ilusión de democratización (Jean Baudrillard).

Cada una de estas posturas se deriva, respectivamente, de lo que Hal Foster  llama posmodernidad de reacción y posmodernidad de resistencia.

Mientras la primera rechaza la modernidad con el fin de afirmar los valores humanistas, la segunda desconstruye la modernidad y critica los valores humanistas, como la libertad, la belleza y la individualidad.

Cualquiera que sea la interpretación que adoptemos ante estos fenómenos, podemos ya reconocer algunas características de la moda posmoderna:

1.     Celebración del simulacro (joyas falsas, moda retro)

2.     Intertextualidad fragmentaria (montaje, collage, bricolage)

3.     Vaciamiento de sentidos tradicionales (uso de símbolos religiosos como ornamentos; uso de materiales caros en condiciones comunes)

Esta moda actual, cuya naturaleza es vertiginosamente cambiante, pues depende de cada individuo en cada momento de su vida cotidiana, está con nosotros, en los espacios urbanos desde hace varios años, y parece ser tan permanente como la presencia de los jeans.

La moda posmoderna, donde la simulación constituye una crítica a la tradición semiótica de la representación, y en la que el juego textual es una especie de carnaval de las apariencias, ha terminado por construir al sujeto virtual, cuyo carácter efímero es lo único permanente de nuestra socialidad cotidiana.

El campo de la Moda

Actualmente y según Bourdieu, la moda es un campo más dependiente de la estructura socioeconómica general si lo comparamos con los de la ciencia, la filosofía o el arte.

Este campo lo dominan quienes ejercen el poder de construir el valor de los objetos por su rareza o escasez, mediante el procedimiento de la marca.      

Dior y Balmain establecieron durante décadas los estilos de vida que permitían distinguir a las clases altas: no mediante adaptaciones funcionales con el objetivo de adecuar los objetos a su uso, sino mediante alteraciones en el carácter social de los objetos con el objetivo de mantener el monopolio de la última diferencia legítima.

Courrèges, al oponerse a Dior no hablaba de la moda; hablaba del estilo de vida, y decía que se proponía vestir a la mujer moderna, a la que quiere ser práctica y activa, que necesita mostrar su cuerpo. Pero ambos, en definitiva lo que están es luchando por la hegemonía del campo de la moda (Bourdieu)

Mientras se discute sobre la crisis de la escuela, la pérdida de autoridad familiar y la desafección a los partidos políticos, las grandes corporaciones van ganando terreno. No sólo son ya más poderosas que decenas de Estados sino que han dejado de interesarse solamente por vender. Ahora tratan de embelesar, de hacernos felices, de cautivar.

Cuando escasea la emisión de valores por parte de las fuentes tradicionales, la empresa toma el relevo. Si se trata por ejemplo del valor de la solidaridad, desde Microsoft hasta Altadis empeñan parte de sus ingresos en atender a los desamparados. Si se trata de derechos humanos Reebock ha hecho bandera de esta causa. Si pensamos en las enfermedades que alarman Avon ha convertido su lazo rosa en el signo de la batalla universal.

Las actuales corporaciones no sólo venden productos, difunden valores, se integran en acciones de justicia y caridad, se muestran sensibles a los males de este mundo o rectifican, como Gap o Nike, cuando se las sorprende en trance de explotar demasiado.

Las compañías que antes se situaban frente a nosotros han pasado a acompañarnos. De hecho, las llamadas 'extensiones' de las marcas conducen a que por ejemplo Virgin haya sido tanto unas líneas aéreas, un tren y unos vuelos en globo como un seguro de vida, un refresco, una tienda de discos o una fragancia. El label de todo ello era un Virgin Vie, una vida Virgin.

Porque las marcas hoy no se reducen a señalar la diferencia entre un producto y otro, o entre un producto y el granel, sino que se proponen enunciar un estilo de vida. Claramente, Harley-Davidson no es una motocicleta, es una manera de existir.

Esta capacidad no la poseen claro está todas las marcas. Hay marcas que sólo son trade-marks. Nike con toda su agresividad y su fuerza es una trade mark mientras Adidas, en estos momentos se ha convertido gracias a su insistencia sobre el pasado en lo que Kevin Roberts, alto ejecutivo mundial de Saatchi&Saatchi, llama una lovemark.

Las lovemarks son marcas que despiertan apego. El apego a ellas determina una experiencia vital de la que se deriva una proyección más íntima. Los objetos interactúan con los sujetos en una relación que afecta más allá del consumo instrumental. En China, los clientes de McDonald´s no acuden a sus establecimientos en busca de una comida variada o rica, lo hacen como acercamiento a un estilo de vida americano que han visto en la televisión o el cine.

Lo que se recibe en un McDonald´s no es sólo nutrición, sino imaginación. De hecho en la página web de McDonald´s no se menciona la palabra hamburguesa y McDonald´s gana hoy más dinero cediendo su nombre en franquicia que asando carne picada.

Hay marcas como ésta que poseen una aportación suplementaria y de valor emocional. Lo que no tiene su competidora Burger King ni Wendy´s. Pasa lo mismo entre Coca Cola y Pepsi, entre los coches de VW y los Renault, no importa cuanto Avantime genere.

Cuando una marca adquiere la condición de lovemark puede decirse que ha ingresado en la lista de los emisores morales. Por su fantasía directa, por su relación con causas éticas, por la producción de experiencias, la marca pertenece a lo que llama un valuefactor una productora de valor dentro de esta economía inmaterial, cada vez menos física.

Sin embargo, ¿cómo hacer para lograr que una marca consiga despertar amor? Kevin Roberts, con quien mantuve una conversación esta semana en Madrid, sostiene que la lovemark se consigue infundiendo misterio, intimidad y seducción. Cualidades 'femeninas', dice. Hasta ahora el marketing se había fijado en precio y prestaciones del producto. Entonces se trataba al cliente como un ser racional, más bien masculino. Después el marketing se centró en aspectos más primarios de la emoción: el sexo, el éxito, el lucimiento. Pero ahora, en la tercera fase todo se afemina y cuenta más la insinuación, la ternura, la intriga, la familia, intimidad, para elaborar con todo ello una oferta que se dirija no sencillamente a convencer sino a seducir, no sólo a entregar un artículo sino a articular la vida.

 El cuerpo humano hoy

En tiempos recientes el cuerpo humano se esta convirtiendo en un icono cultural. Un icono es un tipo de signo que se caracteriza por utilizar una combinación compleja de elementos para obtener una relación de semejanza, perceptible por los sentidos, entre el referente y el significado, o sea,  el referente es una representación del significado, por ejemplo el dibujo, boceto, escultura, foto de un león son iconos del mismo porque al parecerse a él nos lo representan. En nuestro caso, el cuerpo de cada persona es el referente que se intenta se parezca al modelo de belleza corporal que se quiere poseer  y que está socialmente construido y reconstruido pero los imperativos de la moda, la salud y el bienestar.

Los modelos de cuerpos que actualmente encontramos en nuestra sociedad y que actúan como ideal-tipos o metas a las que se quiere llegar son:

-     cuerpo juvenil, saludable, libre de ataduras, desenvuelto, desnudo en su mayor parte. Este modelo lleva consigo la sexualización mediática del cuerpo como icono.

-    cuerpo freeky, totalmente informal, para muchos grotesco, que va en contra de todos los cánones, normas o convenciones clásicas sobre como debe ser o mostrarse el cuerpo.

-        cuerpo construido: deportivo, manipulado mediante el bodybuilding, y muchas veces llevado al límite, como en el caso del culturismo.

-    cuerpo decorado: cuerpos con tatuajes, escarificaciónes, piersings, brandings, incisiones subcutáneas, donde el cuerpo se utiliza para marcar culturalmente el tiempo, la vivencia, la sensaciones vivídas o los futuros deseados.

-        cuerpo quirúrgico: cuerpo sin edad, en estado de reforma o remodelación continua. Este es el caso de los cuerpos de “Cambio radical” y en el que ciertas corrientes de capitalismo médico han encontrado una fuente inagotable de negocio.

El caso del cuerpo quirúrgico ha supuesto la aparición de la cirugía cosmética donde el cuerpo del “paciente” se transforma en el dibujo, boceto, escultura o foto del modelo de cuerpo que se toma como referencia. Así, referente –el cuerpo- y significado –el modelo- invierten sus papeles y la persona se transforma en un boceto de lo que desearía llegar a ser.

Este tipo de nueva cultura de la modificación del cuerpo crea nuevos conceptos como el de la presunta “fealdad”, obesidad “estética”, tamaños “inaceptables”, y frente a todo ello ofreciendo soluciones quirúrgico-cosméticas a modo de asesorías de imagen pero también, y sobre todo, a modo de psicoterapias, que en vez de solucionar problemas pueden llegar a producir nuevos problemas al llegar a convertirse en un modo o estilo de vida.          

El problema en este caso radica en el hecho fundamental de la no aceptación de su propio cuerpo por parte del interesado. Cuerpo que, lo quiera o no su portador, no solo es una parte de imagen, de su identidad, sino también de su propia historia personal, cuando no de su propia conciencia social.

 

Resumen elaborado por Juan L Alegret a partir de los siguientes trabajos:

Rosa María MARTÍNEZ MORENO, 2003, "La moda. Esa suave violencia", en Actas del IX Congreso de Antropología

Marisa ESCRIBANO, Indumentària i moda: símbols socials. Revista d’Etnología de Catalunya 16: 120-132. 2000

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